Por primera vez pusimos en mi hogar el arbolito y todos los cachivaches navideños el primer día de noviembre, cincuenta y cuatro días antes de Nochebuena. Adelantar ese tipo de alegres celebraciones, es una buena manera de engañar los tristes sentimientos de nuestro corazón por lo aciago de este 2020 que ojalá termine muy pronto y que no regrese nunca más. Qué tristeza, qué dolor nos ha provocado. Al toro por los cuernos: sin esperar más colocamos todos los chunches sin faltar el arbolito, tradición que habíamos suspendido; lo que nunca hemos pausado es el fervor religioso de esta bonita tradición. No gastamos un cinco más —no hay plata—, todos esos tesoros que hoy nos llenan de ilusión, estaban en un cajón. Por eso, sugiero encender la Navidad desde ya. Navidad es luz y fe. Es familia, tradiciones y buenas intenciones. Ahora todo cuesta más: la pandemia nos tiene arrinconados y asustados, pero hay esperanza. La Navidad es oportunidad para conservar las tradiciones, incluidas las religiosas, piezas importantes de nuestra cultura, campesina y citadina, pero nuestra. De niño en Quepos armábamos el portal. Vendían unos “encerados” que simulaban cielos iluminados con la estrella que guiaba a los Reyes Magos; también había aserrín de colores, musgo traído de las alturas y hasta absurdos geográficos, pero era nuestro pasito, nuestra muestra de fe. También llegaban tarjetas de Navidad y Año Nuevo, que pegábamos en alguna pared destacada de la casa para que las visitas las vieran y hasta hacíamos competencias, a ver a cuál casa llegaban más y las más bonitas. ¿Y qué decir del rezo del Niño? Había horchata, resbaladera, pan casero, rosquillas, nances en guaro, chicheme, galletas y golosinas. Todo aquello se perdió, afortunadamente queda un hilo cultural y religioso que nos conecta con aquellos recuerdos de infancia. Feliz Navidad.